Pregón, Marta Rivera

Año del pregón: 
2008

La Semana Santa Lucense empezaba para mí en la mañana del Domingo de Ramos, con la bendición de las palmas y la procesión de la borriquita. Días antes, iba siempre con mi madre a comprar las palmas amarillas que llevaríamos en las manos durante la procesión. Comprábamos siempre palmas sencillas, sin adornos, aunque confieso que alguna vez hubiese querido cambiar las sobrias palmas que elegía mi madre por las palmas rizadas que llevaban otras niñas. A los cinco, a los seis años, uno suele querer lo que tienen los demás, y supongo que durante la infancia la envidia no es pecado capital, sino expresión inocente de la admiración y el capricho. Mi tío Agustín, leonés de nacimiento y gallego de adopción, repetía siempre un refrán de su tierra:”El domingo de Ramos, quien no estrena algo es que no tiene manos”.Así que, para demostrar la existencia de tan necesarios apéndices, cada domingo de Ramos mi madre nos permitía usar por primera vez una prenda de ropa para asistir a la procesión de la borriquita. Recuerdo que un año yo estrenaba unos zapatos preciosos, de color azul marino, que en cuanto salí de casa empezaron a hacerme unas rozaduras tremendas en los pies. No me quejé: sabía que me exponía a quedarme sin procesión, así que aguanté hasta el final con los pies doloridos, prometiéndome a mí misma que el año siguiente estrenaría cualquier cosa menos unos zapatos.

Para los niños, ver la procesión que recordaba la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén tenía mucho de fiesta. Sólo una cosa me desconcertaba: ¿por qué venía el hijo de Dios montado en una borriquita? ¿No sería más lógico que entrase en un animal más digno de su condición divina, como un caballo de pura sangre, o un elefante, o un camello, como habían hecho los magos de Oriente? Reconozco que, cuando tenía cuatro o cinco años, pensaba que eso de hacer entrar a Jesús en nuestra ciudad a lomos de una simple burrita era una licencia que se habían concedido los organizadores de la procesión en nuestra ciudad. Pero luego, más adelante, leía en el evangelio de San Mateo las palabras del profeta “Decid a la hija de Sión: mira que tu rey viene a ti, lleno de mansedumbre y montado en una asna y en un pollino, hijo de una bestia de carga”. Y entonces entendí que, igual que Jesucristo había elegido como discípulos a hombres sencillos y había bendecido a los desheredados, jamás hubiese podido hacer su entrada sobre un pura sangre o cualquier otra bestia imponente. Una borriquita, que era montura de pobres y gente humilde, fue quien lo llevó a puertas de la ciudad.

En ese día del Domingo de Ramos, Lugo olía a incienso, y a los ramos de laurel que agitaban adultos y niños, y las calles se teñían del oro de las palmeras. Se escuchaba el batir de tambores de los centuriones romanos, con sus corazas y sus cascos guerreros, y se veían las túnicas de los niños que acompañaban el paso de la Borriquita. Porque, a diferencia de las otras, aquella era procesión del domingo de Ramos estaba hecha por u para los niños. Para prepararla entonces, como ahora, las queridas hermanas Lourido batallaban durante semanas con un ejército de niños, imagino que poco disciplinado. Lugo y su Semana Santa deben mucho a estas dos mujeres que trabajaron con generaciones enteras de chiquillos que hacen particular y única la procesión de la borriquita.

Recuerdo también la procesión de la Virgen de la Esperanza, que salía el unes, a las ocho de la tarde y que llenaba las calles de Lugo de marineros llegados del Ferrol para acompañar el paso de la patrona de los Marineros. La imagen de la Nuestra Señora de la Esperanza, que sale de la iglesia de Santa María la Nova, es hermosa como las imágenes de las vírgenes sevillanas, de las madonnas florentinas. El manto verde bordado lo salpican a veces las gotas de lluvia mientras el viento de esta primavera gallega mece suavemente las llamas de los cirios. Hay una belleza mística y particular en esta procesión, donde los cofrades con sus capuchones verdes se mezclan con los marinos que rinden homenaje a la estrella de los mares. Cuando yo era pequeña, mi abuela me contaba historias que hablaban de tempestades oceánicas y de naufragios en los que los marinos encomendaban sus oraciones a la Virgen de la Esperanza, que obraba el milagro y devolvía la calma a las aguas y la paz al barco. Aún recuerdo aquellas historias cuando, al final de la procesión, los marinos unen sus voces para, con solemnidad castrense, cantar a su patrona la Salve marinera: “Salve, estrella de los mares / de los mares iris…”. El martes era el turno de la Procesión del Buen Jesús; el miércoles, la de la Virgen de la Piedad y el Cristo el Perdón, que me hacía recordar estremecida las palabras de misericordia pronunciadas en lacruz: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. El jueves salía en procesión la imagen imponente de la última cena. El viernes por la noche, tras el paso del Santo Entierro, se celebra la procesión de Las Caladiñas, a la que sólo asistían mujeres, siempre en riguroso silencio, siempre portando velas. Mi madre nos llevó a mi hermana y a mí cuando tuvimos ocasión de comprender lo que significaba aquel ritual de soledad y respeto. Eran instantes de recogimiento y emoción, de aguardar el momento de la resurrección que se aproxima y se consuma el domingo, cuando tocan a rebato las campanas de la Catedral, y Cristo regresa al mundo. La procesión dominical del Santo Encuentro era distina a las otras, más alegre y festiva que ninguna, por recoger el momento emocionante del regreso del hijo a los brazos de la madre que teme haberlo perdido.

La semana santa es, junto con la época de la natividad de Cristo, el momento grande para católicos del mundo entero. Quizá como ninguna, la semana santa española es buna muestra de tradición religiosa y cultura en estado puro. Y mientras los fieles se preparan para unas jornadas de oración, de reflexión, de recogimiento, por calles y plazas pasean obras maestras de nuestra rica imaginería religiosa. El aire huele a incienso y cera, mientras retumba el eco solemne de los tambores y las trompetas.

Que nadie minusvalore el poderoso valor que como atracción cultural tiene entre quienes nos visitan la Semana Santa española, quizá la más popular y también la más brillante de todo el orbe católico. Más de dos mil años tiene la Iglesia de Roma, y en este tiempo ha sido no sólo uno de los pilares del cultura occidental, sino también del sentimiento solidario que debería presidir las relaciones entre los hombres y las mujeres de pueblos y naciones.

La Iglesia católica ha sido y sigue siendo la más grandiosa organización solidaria del mundo entero. Cientos, miles de hombres y mujeres se han desperdigado por todos los rincones del mundo amparados por la fé en Cristo y por el propósito de ayudar a los que sufren, independientemente de sus ideas, de su filiación, de sus creencias. Hay religiosos en hospitales de países asiáticos. Hay religiosos en el avispero de las guerras africanas, en las naciones agitadas por el islamismo radical. Hay religiosos destacados en primera línea de fuego en regiones asoladas por enfrentamientos que occidente ignora. Están en las leproserías de Calcuta, en los morideros de Culión, en las tierras infectas asoladas por las inundaciones. Están en los campos de desplazados, en las tierras devastadas por los Humus, en los vertederos inmensos de Sao Paulo. En cualquier sitio donde llegue el desorden, la injusticia, la crueldad humana, habrá hombre de fé destinados a luchar por la vida a cambio de nada.

Muchos de ellos han muerto. No sé si son mártires, pero estoy segura de que son héroes. Esos hombres, esas mujeres, asisten al que sufre sin preguntar ni exigir. Miles de personas pertenecientes a otras religiones y a otras culturas reciben a diario la asistencia de religiosos católicos, a quienes importa por encima de todo la condición humana del que llora, y no el dios al que reza, o la ausencia de dios. Escribió San Pablo en su carta a los romanos: “Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes”. Son las palabras del apóstol las que durante siglos han movido el espíritu de solidaridad de la Iglesia de Roma, que se materializa en la invaluable labor desarrollada en todos los continentes.

En nuestra Lucus Augusti es ingente el trabajo que hacen las distintas congregaciones religiosas. Ochenta niños disminuidos son atendidos a diario en el Hogar de San Vicente de Paul. Noventa personas sin recursos comen a diario en el comedor de San Froilán. Las Religiosas del Rebaño de María atienden a los enfermos del Hospital de Calde. Las Hermanas de la Cruz y las Siervas de Jesús velan por la noche a enfermos para que sus familiares puedan descansar. Más de cuatrocientos ancianos de la provincia viven en asilos gestionados por la Iglesia. En Chantada, las Mercedarias cuidan de ancianos y niños. En Lalín, las Madres Reparadoras dedican las tardes a la atención domiciliaria de ancianos sin recursos. En el medio rural lucense, no hay quien no recuerde la entrañable figura de Antonio Gandoy, el cura de la bicicleta, que creó el programa “preescolar na casa” que ayudó a tantos y tantos niños de aldeas apartadas. Y es justo tener siempre presente la constante labor de Cáritas Diocesana, o de Manos Unidas, y, por supuesto, la labor callada de noventa misioneros pertenecientes a la diócesis de Lugo.

A quienes se atreven a cuestionar la importancia social de la Iglesia les pediría que dedicasen un momento a hacer números y a calcular el coste real de la acción humanitaria de los religiosos católicos. No hay servicios sociales del estado capaces de sostener el coste salarial de estas monjitas, de estos sacerdotes, que han decidido ocuparse de los que nadie se ocupa. Con la Semana Santa empiezan un buen momento para la reflexión,para la introspección. La fé no se aprende ni se impone. Afortunado el que ha sido bendecido con ella. Pero es justo pedir ayuda y, por encima de todo, afecto y respeto por aquellos que desde sus convicciones dan lo que tienen a los que no tienen nada.

Quisiera acabar ya esta intervención con las palabras que el Apóstol San Pablo escribió en su segunda epístola a los Corintios:

“Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de Salvación. No damos en nada motivo de tropiezo a nadie, para que no sea censurado este ministerio nuestro. Por el contrario, nos acreditamos en toda ocasión como servidores de Dios, con mucha constancia en tribulaciones, en necesidades, en aprietos, en palizas, en cárceles, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, con honradez, con conocimiento, con comprensión, con bondad, con espíritu santo, con amor sincero, con palabra de verdad, con poder de Dios, mediante las armas de la justicia, las de la derecha y las de la izquierda.”

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