Pregón, P. Santiago Climent

Año del pregón: 
2003

PREGON SEMANA SANTA. LUGO, 4.IV.2003

 

Nos encontramos ya en vísperas de la semana que el pueblo cristiano llama santa. Dentro de unos días la primera luna llena de la primavera –como hace 2000 años– nos invitará una vez más a acompañar a Jesucristo en sus últimos días en Jerusalén.

Son días santos, es semana santa porque en ella se celebran los grandes acontecimientos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Unos hechos que la Iglesia y los cristianos no simplemente los recuerdan como quien saca de un baúl por unos días los recuerdos de épocas pasadas, como trajes antiguos o fotografías que traen de nuevo a la memoria o a la nostalgia momentos felices o situaciones pasadas tristes. No. Los acontecimientos que nos disponemos a conmemorar dentro de unos días son acontecimientos vivos, que siguen conmocionando al mundo, que siguen influyendo en la gente y moviendo y removiendo corazones de personas; son sucesos que no tienen un valor solamente histórico, que huelen a antiguo, aunque sea querido y amado, sino que son actuales: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor no son solo hechos que ocurrieron hace 2000 años y que ahora simplemente los recordamos, sino que los conmemoramos; no los recordamos, sino que los revivimos, concretamente en la Santa Misa (en la Liturgia) y particularmente en estos días de la Semana Santa.

Y ¿qué diferencia hay entre lo uno y lo otro?: la diferencia está en que, cuando simplemente se recuerda un hecho histórico, la actitud que se adopta ante él es la de espectadores (que ven, juzgan, sonríen o bostezan), pero lo que se vive (o se revive) se hace como protagonistas (uno se implica, se compromete).

Permitidme que me adentre por aquí al comenzar estas palabras. Soy sacerdote y la tendencia mía es a mirar las cosas con los ojos de la fe y la actitud del pastor. Por eso mi exposición será teológico-espiritual. Otros hicieron seguramente un pregón más festivo, o más erudito, o más periodístico. Yo haré unas reflexiones sacerdotales.

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Cuando uno se plantea la Pasión del Señor, una cuestión que te golpea es que si Jesús pasó por el mundo haciendo el bien; si curó a tantos enfermos y trató con misericordia a todas las personas (de hecho era muy querido entre la gente sencilla), como refieren los Evangelios, entonces ¿por qué lo van a matar? ¿Por qué lo quieren matar? Para resolver esta cuestión tenemos que preguntarnos previamente quiénes son los que matan a Jesús, es decir quiénes son los responsables de la muerte del Señor, y el motivo. Y podemos responder:

1. ¿Acaso son los judíos los que mataron a Jesús? ¿El pueblo judío? Y tenemos que responder que NO: no se puede atribuir la responsabilidad a los judíos de modo colectivo: ni a los que vivían entonces ni a los de hoy. Aquellas multitudes enfurecidas que entonces gritaron pidiendo la muerte del Señor no eran todos los judíos, sino una muchedumbre manipulada que el mismo Jesús mira con compasión pidiendo por ellos “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. La misma Iglesia, en un documento del Concilio Vaticano II declaró: “Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy… No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos, como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura” (Nostra Aetate, 4)

2. ¿Fueron entonces las autoridades judías de Jerusalén las que mataron a Jesús? Y aquí tenemos que responder con rigor:

- Entre las autoridades religiosas judías de Jerusalén había opiniones divergentes sobre Jesús: por un lado Nicodemo, uno de los miembros del Sanedrín, era discípulo, en secreto, de Jesús. Otro personaje notable, José de Arimatea, también lo era. Pero no sólo ellos estaban de parte de Jesús, sino que durante mucho tiempo hubo disensiones entre ellos sobre El y su doctrina, como refiere san Juan (Io 9, 16-17; 10, 19-21). Por otro lado los fariseos habían amenazado de excomunión a quienes le siguieran (Io 9, 22); y otros decían: “todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación (Io 11,48). Por tanto, no había unanimidad entre ellos. Ahora, está claro que hubo un juicio:

Hubo un juicio de Jesús ante el Sanedrín, en el cual fue condenado por blasfemo, por arrogarse la condición de Mesías. Cuenta San Mateo el momento crucial de ese juicio cuando el Sumo Sacerdote Caifás se levanta delante de todos los del Consejo y dice: “Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús le respondió: Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo. Entonces el Sumo Sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ya lo veis, acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos respondieron: Reo es de muerte”.

Pero aún así, el propio Pedro, hablando en el Templo de Jerusalén, ya como cabeza de la Iglesia entonces naciente, echó un capote respecto a la responsabilidad por la muerte de Cristo diciendo: vovotros (…) disteis muerte al príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos (…). Yo sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros jefes (Hech. 3, 15-17)

Por lo tanto ¿fueron las autoridades judías las que mataron a Jesús?: Desde luego le sometieron a un proceso judicial y dictaron sentencia de muerte. Pero ellos no ejecutaron la sentencia, sino que fueron las autoridades romanas.

3. Entonces ¿fueron los romanos los que mataron a Jesús? La cuestión aquí está en que los judíos no eran un pueblo independiente, sino que estaban sometidos al Imperio romano, y, aunque gozaban de cierta autonomía para muchas cosas y se respetaba su ley, entre las atribuciones que tenían no estaba la de ejecutar una sentencia de muerte como querían hacer con Jesús: una muerte pública, ejemplar, a la vista de todo el mundo, para acabar no sólo con la vida de ese hombre sino también con su doctrina, sus ideas y su mensaje. Y entonces hubo un proceso judicial ante el procurador Poncio Pilato. Pero ante ese tribunal, civil, los acusadores, si querían que prosperase el juicio, no podían presentar cargos religiosos contra la ley judía: los romanos eran muy tolerantes y no se entrometían en esos asuntos mientras no hubiera alborotos de orden público (se exponían a que el Procurador les dijera: “tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley”, como hizo Pilato en un principio). Por eso las autoridades judías cambian las acusaciones contra Jesús, que, en este proceso, se hacen políticas: Hemos encontrado a este soliviantando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César; y dice que él es Cristo Rey. Le acusan por tanto de instigación a la rebelión contra los romanos y pretensiones de erigirse en rey. Y además las presentan de manera que una sentencia favorable al reo pudiera interpretarse en Roma como un crimen de lesa majestad: si sueltas a ese no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey va contra el César. Y entonces Pilato, con actitud cobarde, se deja intimidar por las autoridades judías y concede pena de muerte para Jesús, que se ejecuta inmediatamente.

4. Por lo tanto: ¿Quién mató a Jesús? ¿Las autoridades romanas, el procurador Poncio Pilato?

Si nos atenemos a los hechos que acabamos de relatar parece que la conclusión está clara: Jesús murió a manos de los romanos, instigados por las autoridades judías. Ya tenemos, pues, los culpables. Pero si nos quedáramos en esto y diéramos carpetazo a la cuestión diciendo “ya está resuelto el asunto”, entonces la pasión y muerte del Señor (y su Resurrección, y toda su vida) la convertiríamos en un puro hecho histórico al cual los hombres de ahora nos asomamos como simples espectadores. Pero ¿realmente es así? Nosotros, los hombres de ahora y de siempre ¿no tenemos que ver nada con todo esto? ¿Podemos presentar al mundo nuestras manos limpias, sin necesidad siquiera de lavárnoslas, como había hecho Poncio Pilato pretendiendo descargarse de su responsabilidad en aquella fechoría?. Ciertamente la verdad es otra: en realidad la muerte de Cristo obedece a un designio salvador de Dios, de redención universal de todos los hombres, es decir de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado, de modo que los pecadores mismos (los de hoy, los de ayer y los de siempre) fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor (Cat. R.). Es lo que leemos en la carta a los Hebreos: quienes fueron iluminados (…) y luego recayeron en el pecado (…) crucifican de nuevo por sí mismos al Hijo de Dios.

Esto no lo podemos olvidar jamás. Y en la Iglesia lo recordamos con serenidad, sin acentos trágicos ni nada parecido, pero conscientes de nuestra responsabilidad : “Debemos considerar como culpables de este horrible falta (nos dice el Catecismo Romano) a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la Cruz Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del Apóstol, de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria (I Cor 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de El con nuestras acciones, ponemos de alguna manera sobre El nuestras manos criminales” (1,5,11). Aún me permitiréis añadir unas hermosas palabras de San Francisco de Asís sobre la autoría de la muerte de Cristo. Se pregunta él: ¿Y los demonios? ¿Qué parte tuvieron ellos en esa atrocidad?: “Y los demonios –dice– no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados”.

Cabría también (para seguir teniendo luz sobre la muerte de Cristo) reparar en lo que se dice en el Credo: que murió “según las Escrituras”. Yo aquí me fijaría solamente en 2 figuras de Cristo en su pasión: José, el hijo de Jacob, y el Cordero Pascual. Y en los textos que “describen” (¡antes de que ocurran!) los sufrimientos de Jesús:

-José, el hijo tan querido de Jacob, llegó a ser odiado, en cambio, por sus hermanos, que le vendieron, pensando quitárselo así del medio y haciendo creer a su padre que había muerto. Jesús también fue vendido, y ultrajado por sus propios hermanos, que no son solo los judíos, sino también los cristianos.

-Y el Cordero Pascual: su sangre (con la que rociaron los judíos las jambas de las puertas de sus casas) les libró del exterminio a que fueron sometidos los primogénitos de los judíos.

-“Le hemos visto y no hay nada en él que atraiga a nuestros ojos; despreciado, como el deshecho de los hombres, valor de dolores y que sabe lo que es padecer (así escribía el profeta Isaías 800 años antes de que ocurrieran los hechos). Su rostro como cubierto de vergüenza e insultado. Fue maltratado, pero él se humilló y no abrió su boca; fue conducido a la muerte, como va la oveja al matadero; y no abrió ni siquiera su boca, como el corderito mudo ante el trasquilador. Fue condenado por un juicio injusto (…) por las maldades de su pueblo ha sido condenado a muerte. Ha entregado su vida a la muerte, y ha sido confundido con los malhechores, y ha tomado sobre sí los pecados de todos, ha rogado por los transgresores…” Y tantas cosas más que nos traen los salmos y otros profetas.

Por lo tanto ahora sí que podemos dar por resuelta la cuestión de quién mató a Jesús. Todo ocurrió según las Escrituras, que nos hablan de un designio eterno de Dios, que se cumplió en su momento por la acción de unos hombres, que dieron muerte a Jesús, a la que se sometió libremente. Sólo cabría añadir el preguntarnos por qué murió Jesús: no ciertamente porque no pudiera defenderse de sus agresores y verdugos, o por impotencia ante las torturas que soportó (evidentemente murió porque le atravesaron el corazón, y por asfixia, y porque se desangró, etc), sino que, por el amor que nos tenía, se entregó libremente a ese designio de Dios y aceptó los golpes de sus verdugos. Murió de asfixia, murió del corazón, sí, pero murió por amor. Podemos decir con hermosa expresión que lo que ataba a Jesús a la cruz no eran los clavos, sino su amor por nosotros. Es por eso por lo que, al celebrar la Pasión del Señor, la Iglesia y los cristianos no lo hacemos como quien recuerda, como simples espectadores, porque sigue siendo actual, y por eso la conmemoramos, la revivimos, como verdaderos prota-gonistas.

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Precisamente para ayudarnos a no olvidar la perenne actualidad de la Pasión (y Murte y Resurrección) de Cristo, existe la Semana Santa. Dentro de ya pocos días las calles de Lugo se van a llenar de figuras y representaciones de Jesucristo en su Pasión y de la Santísima Virgen Dolorosa acompañando a su Hijo. Se trata de figuras e imágenes que constituyen un signo de la presencia viviente de Cristo y de María entre nosotros. A ellas vosotros y tantos otros lucenses les lleváis vuestras confidencias, les exponéis vuestras dificultades y aviváis vuestra esperanza al mirarlas. Ante ellas ¡cuántos suspiros se habrán escapado de la boca de personas mayores, y cuántos besos les habrán tirado los niños! Unidas a la vida de los lucenses, esas imágenes han atravesado con vosotros muchas vicisitudes y vivido muchos grandes y pequeños momentos de la historia. Cada día escuchan vuestras plegarias y os dan el entusiasmo para seguir adelante haciendo el bien. Al mirar a Jesús sufriente en la Cruz por amor a nosotros nos sentimos removidos a corresponder con generosidad, ya que amor con amor se paga. Y a reparar. Al mirar a María al pie de la Cruz o en su Soledad tras la muerte del Hijo, ¡quién no se deja mover a compasión y formula el propósito de evitar el pecado, que es la causa de la muerte de Jesús!

No me resisto a recordar aquí los versos de un hombre de fe, a la vez consciente de sus miserias y por lo tanto del protagonismo personal en la pasión del Señor. Me refiero a Lope de Vega, que rezaba así mientras miraba a Jesús crucificado:

Cuántas veces Señor me habéis llamado

y cuántas con vergüenza he respondido

desnudo como Adán, aunque vestido

de las hojas del árbol del pecado

Seguí mil veces vuestro pie sagrado

fácil de asir, en una cruz asido

y atrás volví otras tantas atrevido

al mismo precio que me habéis comprado

Besos de paz os di para ofenderos,

pero si fugitivos de su dueño

hierran cuando los hallan los esclavos,

hoy que vuelvo con lágrimas a veros

clavadme vos a vos en vuestro leño

y tendréisme seguro con tres clavos

 

De esas imágenes que saldrán a la calle en estos días como esperando nuestro agasajo, nuestras oraciones, a unos gustarán más unas, y a otros, otras. Recuerdo que San Josemaría Escrivá, cuyas huellas de sacerdote santo pretendo seguir en mi vida, contaba de cuando una vez –en los años 40– fue a Sevilla en Semana Santa. Al ver venir una de aquellas imágenes de la Virgen Dolorosa, cayó de rodillas en medio de la calle y –mientras la miraba– se recogió en oración. De pronto un hombre, que asistía también a la procesión, le tocó el hombro por detrás y le dijo: “Padre cura, si esta no vale ná, la que vale es la nuestra”. En un principio –cuenta San Josemaría– le pareció casi una blasfemia, pero luego comprendió la sencillez de aquel hombre y pensó que cualquier persona, entre varios retratos de su madre (o de un ser querido) siempre hay alguno del que dice: “este es el bueno” o “este es el que más la favorece”. Así nosotros: unas imágenes nos gustan más que otras, pero todas son un signo plástico y elocuente de que Jesús está con nosotros y de que María está con nosotros.

 

El Papa, en un mensaje reciente a la Congregación romana que se ocupa de la liturgia, del culto a Dios, afirmaba respecto a las manifestaciones populares de piedad: La religiosidad popular constituye una expresión de la fe, que se vale de los elementos culturales de un determinado ambiente, interpretando e interpelando la sensibilidad de los participantes, de manera viva y eficaz (JP II). Este es un tema que interesa a la Iglesia. Precisamente esa Congregación romana para el culto divino publicó el año pasado un directorio sobre esta materia, del cual hablaba el Papa en su mensaje. En él la Iglesia nos orienta respecto a las manifestaciones de religiosidad popular, que nos mueve a amarlas, a la vez que nos ayuda a purificarlas de elementos nocivos que la deformarían. Yo destacaría 2 cosas: 1º la unidad entre la religiosidad popular y la liturgia, ya que la verdadera piedad y las devociones deben llevar a la liturgia, verdadero corazón de la Iglesia. Y 2º la coherencia entre religiosidad popular y vida, vida cristiana.

Respecto de la primera cuestión, quería contaros una cosa personal: Ya sabéis que soy madrileño. Pero ahora, dentro de 3 meses, hará 20 años que llegué a Galicia, en junio de 1983. Recuerdo 2 cosas de aquellos primeros pasos míos en Galicia que se me quedaron grabadas, y que sirven para ilustrar esta cuestión. Una de ellas ocurrió a la puerta de una pequeña iglesia de una villa junto al mar: llegó una mujer mayor que llevaba a un niño pequeño en el brazo. Se veía que eran abuela y nieto. Venía porque había visto la iglesia abierta, y desde la puerta misma decía como dirigiéndose al niño: “vamos a hacer una visita a Jesús, hola Jesús, ¿ves? está ahí” (y señalaba el sagrario con la mano a la vez que el niño dirigía sus ojos hacia él). Luego cayó en silencio unos instantes (en los que, evidentemente, ella rezó sus cosas) y enseguida continuó: “bueno, vamos a despedirnos de Jesús”. Y tomando la manecita del niño en la suya hacía el gesto del adiós, y añadió al niño: “tírale un beso a Jesús, que es bueno y nos quiere mucho”. Y así hizo el niño con gesto familiar. Yo, que estaba medio escondido por algún lado, me quedé embobado viendo y escuchando todo…Fue una sencilla lección de piedad, de cómo valorar la presencia eucarística del Señor en las iglesias; y también de cómo se puede meter a Jesús en la propia vida, como un miembro más de la familia.

Dicho con palabras del Papa: La religiosidad popular, que se expresa de formas diversas y diferenciadas, tiene como fuente, cuando es genuina, la fe y debe ser, por lo tanto, apreciada y favorecida. En sus manifestaciones más auténticas, no se contrapone a la centralidad de la Sagrada Liturgia, sino que, favoreciendo la fe del pueblo, que la considera como propia y natural expresión religiosa, predispone a la celebración de los Sagrados misterios.

Por tanto, la correcta relación entre estas dos expresiones de fe (la religiosidad popular y la liturgia), debe tener presente como un punto firme éste: que la Liturgia es el centro de la vida de la Iglesia y ninguna otra expresión religiosa puede sustituirla o ser considerada a su nivel. Pero no sólo eso, sino que además, es importante subrayar que la religiosidad popular tiene su natural culminación en la celebración litúrgica, hacia la cual, aunque no confluya habitualmente, debe idealmente orientarse.

Respecto a la segunda cuestión, la coherencia entre la piedad y la vida, es muy importante la aportación que pueden hacer las cofradías, ya que sus miembros han asumido determinados compromisos de vida cristiana. Su vida no se reduce a la Semana Santa (me consta el esfuerzo que ponen los que hacen cabeza en las cofradías para que esto sea así).

Querría contaros otro suceso, que me contó un sacerdote, testigo del hecho: ocurrió en una iglesia del interior de Galicia: estaba en ella una viejita haciendo su ronda de rezos por las distintas imágenes de los santos que en ella se veneraban. San Antonio…, San Roque…, y llegó a San Miguel, que se suele representar como un ángel que, con su lanza, atraviesa el cuerpo del dragón infernal. Le hizo una caricia al ángel y siguió hacia abajo y acarició también la cabeza del Demonio. El sacerdote, que lo estaba observando, y que hasta entonces no había dicho nada, saltó y le dijo: ¡oiga, que ese es el demonio! A lo que la viejita respondió: “señor cura, hay que estar a bien con todos”. En fin, transcendiendo del simple hecho, hay que decir evidentemente que no da lo mismo San Miguel que el Demonio, ni da lo mismo hacer el bien que el mal. Y es que la verdadera piedad lleva a una vida cristiana coherente en la familia, en la oficina, en la calle, en la diversión. Y si no, no es piedad.

Por eso nos dice la Iglesia que las procesiones deben tener un carácter genuino de manifestación de fe. Y pide que no se alejen de un estilo de expresión sincera y gratuita de piedad, para convertirse en manifestaciones folclóricas, que atraen no tanto el espíritu religioso cuanto el interés de los turistas. Para lo cual es necesario que los fieles sean instruidos en su naturaleza, desde un punto de vista teológico, litúrgico y antropológico.

Desde el punto de vista teológico se deberá destacar que la procesión es un signo de la condición de la Iglesia, pueblo de Dios en camino que, con Cristo y detrás de Cristo, consciente de no tener en este mundo una morada permanente (cfr. Heb 13,14), marcha por los caminos de la ciudad terrena hacia la Jerusalén celestial; es también signo del testimonio de fe que la comunidad cristiana debe dar de su Señor, en medio de la sociedad civil; es signo, finalmente, de la tarea misionera de la Iglesia, que desde los comienzos, según el mandato del Señor (cfr. Mt 28,19-20), está en marcha para anunciar por las calles del mundo el Evangelio de la salvación.

Desde el punto de vista litúrgico se deberán orientar las procesiones, incluso aquellas de carácter más popular, hacia la celebración de la Liturgia, como ya hemos comentado.

Finalmente, desde un punto de vista antropológico se deberá poner de manifiesto el significado de la procesión como "camino recorrido juntos": participando en el mismo clima de oración, unidos en el canto, dirigidos a la única meta, los fieles se sienten solidarios unos con otros, determinados a concretar en el camino de la vida los compromisos cristianos madurados en el recorrido procesional.

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Y termino deseándoos a todos una digna celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo (inseparables entre sí). Ojalá que sepamos todos mirar a Jesús (como nos sugiere el Papa respecto al Santo Rosario) con los ojos de María. Eso nos moverá a cada uno a la renovación interior de nuestras vidas, que es lo que Dios espera en cada Semana Santa.

 

Santiago Climent

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